martes, 2 de octubre de 2012

Landeira, la pionera




Nunca he entendido a los árbitros.

Me explicaré. Quiero decir, no sé lo que alguien tiene que tener en la cabeza para meterse en ese mundillo. El mejor es el que pasa desapercibido, al regular lo insultan y al malo incluso lo llegan a agredir. Son el parapeto, la excusa fácil de entrenadores y jugadores y el desahogo de los aficionados. Por una vez que te felicitan, te increpan diez. Dividen a los hinchas; unos se decantan por faltar a la madre del trencilla, otros se acuerdan del padre. En muchos casos, las descalificaciones se originan incluso antes del comienzo del partido. Tienen un efecto devastador entre algunos; es verlos aparecer y ponerse malos. Me contaron que en la inauguración de cierto estadio de fútbol navarro un espectador, bajo los efluvios del alcohol, cuando el colegiado dio el pitido inicial gritó a todo pulmón: ¡Pero qué hostias pitas!

Sin ánimo de parecer pretencioso creo que es un problema de educación y cultura deportiva. Sin árbitro que medie no hay partido. Se trata de un deportista más, a su manera un tanto masoca, pero primordial e indiscutible. Y los hay muy buenos (el nivel del colectivo en España está entre los mejores de Europa), regulares y malos, como en cualquier otro deporte o ámbito de la vida. Y los mejores pitan a los más dotados, a la ACB, y los más flojos pitan a los jugadores y equipos de menor nivel en competiciones federadas, escolares y municipales. Cometen errores porque por ahora son humanos. Y así hay que entenderlo y hacérselo comprender a chicos y padres.




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